Desenfocado
Usuario veterano
Cuando en diciembre compartí un capítulo de la novela, dije que durante el primer trimestre de este año esperaba haberla terminado (ja, ja, ja, mee he reído al leerme). Me está costando más de lo esperado, así que como llevo mucho tiempo para avanzar tan poco, aquí tenéis lo más reciente.
Veréis que hay anotaciones y demás, se debe a que aún no lo ha leído mi amigo y coautor (no sé si os comenté que era una novela a cuatro manos).
CAPÍTULO XI
—Dime, ¿qué es lo que tenemos que hacer? —preguntó Popeye , consciente de que la existencia de todos dependía de si aquella cosa consideraba que todavía podían serle de utilidad.
—Partid ya, vuestro único cometido ahora es el de encontrar a la enana. Aquel que lo consiga, tendrá como recompensa el seguir vivo.
—¿Entonces, solo se salvará el que la encuentre?
Esperaron a que respondiera a la pregunta ingenua de Flaubert, pero solo escucharon los chasquidos de los tentáculos y el rumor que precede a la tormenta.
Ya no tenía sentido seguir bajo el mando de Popeye. Cada uno dependía de sí mismo, y el que hasta hace bien poco era un compañero de pulgas, ahora se había convertido en un enemigo. Popeye intentó dirigir su propio hundimiento, así que antes de que se produjera la estampida, antes de que reinara la anarquía, se dirigió quién sabe si por última vez a sus perros.
—Ya sé que la mayoría de vosotros pensáis que estamos condenados, que ya nada tiene sentido, pero qué coño, si hemos de morir, hagámoslo bien.
—¿Bien, y cómo se muere uno bien?
—Eso, a ver si cierras esa apestosa boca de chihuahua de una puta vez.
Eran dos de los perros de confianza de Popeye quienes habían hablado, atrayendo la atención de los que habían comenzado a abandonar el grupo. ¿Por qué no escuchar lo que su ya antiguo líder quería comunicarles? Además, siempre cabía la tentadora posibilidad de acabar la fiesta con un linchamiento.
—Lo mejor será que nos dividamos en grupos de dos —el rumor que generó esta propuesta, hizo que se detuviera un momento antes de concluir con:— y partamos, en la medida de lo posible, lo más separados posibles.
Para sorpresa de Popeye, bastaron muy pocos minutos para que se formaran los grupos, aunque aún fue mayor el desconcierto cuando, perplejo, comprobó que tras disgregarse las doce parejas de perros en busca de la enana, el único que permanecía junto a él era Flaubert. Examinó la figura de aquel bulldog de nariz chata y ojos saltones que nervioso no paraba de jadear, y su enfado inicial, al comprobar que ninguno de los suyos había querido irse con él, terminó por disiparse rápidamente. Si ninguno de aquellos ingratos traidores eran capaces de encontrar a la liliputiense, no tendría ningún problema en deshacerse de aquella inofensiva mascota. Flaubert restaba inmóvil como una estatua. No obstante, sus pensamientos se desplazaban a gran velocidad, rebotando como haces de luz en el interior de su cabeza. Era evidente que Popeye era el peor adversario posible con quien jugarse la vida, y luego estaba lo de aquella extraña mujer, que desde que apareció en su vida, no había hecho otra cosa que causarle problemas. Aun así, confiaba en que de un modo u otro ella sería la que le salvaría el pellejo. Antes del salvaje ultimátum, se había planteado seriamente traicionarla, entregársela en bandeja a aquella cosa, para que con sus tentáculos la destripara entera y los liberara. Pero ya no podía ser así, ¿cómo iba a conseguir despegarse de aquel salvaje? Imposible, si la enana aparecía, podía considerarse perro muerto.
—Oye Flaubert, sabes que tú y yo formamos un equipo ahora, ¿no?
—Eso parece, sí.
—Bien, pues quiero que sepas que aunque no lo creas, tú habrías sido mi primera opción.
—No te creo —contestó con sinceridad Flaubert, al cual ya había empezado a darle igual todo.
Andaron unos cuantos metros más en silencio, sin un rumbo predeterminado, con el único propósito de dejar atrás a la espeluznante cosa con forma de árbol, que en cuanto el grupo de perros se alejó, (había continuado/seguido) continuó creciendo, con la intención de atravesar el cielo con sus largos dedos. Del mismo modo estaban obrando la docena de homólogas criaturas, repartidas estratégicamente por toda la ciudad.
— No sé por qué, pero creo que eres un perro que esconde muchos secretos, no creas que se me ha olvidado el incidente de antes.
—No sé de qué me hablas, además, si no te importa me gustaría que no habláramos entre nosotros.
—Sí... —continuó Popeye haciendo caso omiso—, cuando nos advertiste de que no chupáramos aquella cosa negra que había escupido el cielo…
—No sé, me salió así de dentro. Causa efecto, ya sabes—. El rumbo que estaba tomando la conversación, no le estaba gustando y sin pretenderlo había dado claras muestras de nerviosismo.
—Eh, pero tranquilo, que no tengo ninguna intención de hacerte daño, al menos por ahora…
Para cambiar de tema, Flaubert propuso que lo mejor sería que se dirigieran hacia el norte, donde estaba ubicado el barrio de San Fulgencio.
—¿Y por qué debería hacerte caso?
—No lo sé, no tengo argumentos con los que convencerte, simplemente me ha venido.
—Que te ha venido dices… —repitió el chihuahua con desprecio —, pues ten cuidado no sea que lo que te vengan sean otras cosas.
Flaubert había vivido con su dueña en aquel barrio durante mucho tiempo, en sus años como mascota. Le gustaba que lo sacara a pasear por aquellas calles, aunque muchas de ellas tuvieran fuertes desniveles y empinadas cuestas, provocadas por la abrupta orografía de Ciménade. Aquella había sido una etapa feliz. Tal vez la mejor de su vida. Sin bozal, y sin ser tratado como un peluche de juguete. Estaba convencido de que todo cambió el día en que tuvo la mala suerte de cruzarse con aquel gordo. Nunca se le iba a olvidar aquella cara con el labio deforme. Aquel cabrón estuvo molestándolo desde que su dueña entró en la peluquería. La mala suerte había querido que el árbol al que su dueña le había atado, estuviera junto a la mesa en la que Praxíteles se estaba tomando una cerveza. Allí había tenido que aguantar estoicamente las perrerías de aquel personaje estrafalario. Cuando ella salió apestando a perfume barato , el muy falso se le acercó, pensando que con esta chusquera maniobra, podría ligarse a la vieja. En ese instante, y por primera y única vez en su vida, le soltó un mordisco que casi le arranca el dedo. A partir de ese momento ya nada volvió a ser como antes y no pasaron muchos meses hasta que lo abandonó. Qué traición más grande. Habían pasado varios años, pero Flaubert aún no lo había superado del todo. Ni siquiera Bowie conocía esta historia, como el resto, creían que se había escapado. En el mundo de los perros, a uno lo respetaban más si se había fugado que si había sido abandonado. La realidad era que la mayoría habían sido víctimas de la misma práctica cruel padecida por Flaubert. A diferencia de los humanos, donde la mentira era muy común y generalizada, entre los perros había pocos temas tabú, pero del abandono nadie hablaba. Que lo abandonaran a uno era visto como un castigo merecido (justo). «Si mi dueño me ha dejado en una gasolinera es porque me lo merezco», se decían resignadamente a sí mismos. Rara era la vez que entre ellos hablaban del tema. El que rompía este silencio, lejos de ser comprendido, terminaba por ser señalado y excluido del grupo. La Reina blanca, cuando le cogió de la patita, le devolvió su esencia, la luz impregnó su cerebro y en un rincón descubrió agazapada —escondida bajo un manto de complejos y mentiras que el paso del tiempo había endurecido y perfeccionado— la verdadera historia de Flaubert. (se ha de revisar cuando le da la pata para decir que lo del orgullo y no dar la pata...es mentira) Tal vez fuera su subconsciente, o como hacían los elefantes en su funesta y última voluntad, pensara que si la muerte era algo inevitable, prefería morir allí donde comenzó todo.
—Sabes, yo tuve un asunto con una perrita de San Fulgencio — Popeye hizo una pausa, pero como Flaubert no decía nada, continuó hablando. —Todo esto pasó hace años, bastante antes de conocer a Ada, ya sabes, la mastín que nuestra amiga la jodida nube de la muerte y su amiguito el jodido árbol destrozaperros hicieron volar por los aires.
Flaubert no dijo nada, su resignación era tal que estaba decidido, costara lo que costara, a llegar a San Fulgencio. Su único objetivo era morir allí. Por un instante había pasado por su cabeza delatarla y salvar así tanto su vida como la de los demás. Pero no no lo hizo, y ahora ya no valía la pena pensar más en ello.
—Podrías hablar un poco, a este paso calculo que todavía nos quedarán un par de horas. ¡Aprovecha este don que nos han concedido, y dale a la sinhueso, hombre!
—¿Hombre? —(Fue)fue su única respuesta.
Popeye comprendió que aquella iba a ser una excursión silenciosa, no podía culpar al bulldog por ello. Si aquella cosa no los fulminaba, sería él quien lo iba a matar, pura y simple ley del más fuerte.
El cielo había ido cambiando de color hasta adquirir un tono oscuro, cárdeno, que amenazaba con tornarse negro al son de los incipientes truenos y de los zigzagueantes relámpagos que irrigaban las entrañas de las nubes. Ya no se trataba de aquella única nube que lo manchaba, orbitando en torno al árbol que los había visto partir. Ahora se había multiplicado por un millón y se expandía sobre Ciménade como una gigantesca ola imparable, dispuesta a impregnarlo todo con su cremosa y devastadora opulencia. Súbitamente, el suelo comenzó a temblar. Cuando parecía que ya había pasado todo, otra ráfaga de intensas sacudidas manó de las entrañas de la tierra. Lo hizo con tanta fuerza que Flaubert y Popeye cayeron al suelo.
Lejos de allí, los trece árboles reanudaron su ascenso. No se iban a detener hasta tomar el firmamento, algo les estaba empujando hacia un abismo que ella no habría sido capaz de imaginar ni en cien vidas. Porque más allá estaba lo desconocido: un nuevo mundo del queella no había sido el/la principal artífice, cuyos límites —si es que existían— se expandían extramuros, diluyéndose como un coágulo en la inmensidad del océano. La muerte sí encajaba en su lógica. Un enemigo más fiable con el que compartía las reglas del juego. Los dos —Praxíteles sin saberlo, y ella incapaz e impotente— estaban siendo empujados hacia lo desconocido, a desprenderse de este mundo para finalmente ser engullidos por el centro de un vórtice intangible.
Los acontecimientos acaecían a gran velocidad y no le daban tregua. Una sacudida tras otra, los empujaba, a Praxíteles y a ella, hacia lo desconocido, forzándolos a desprenderse de este mundo y ser engullidos por el centro de un vórtice intangible.
CAPÍTULO XII
San Fulgencio *( La voz de Reinaldo Cárdenas que tenga más protagonismo antes)
Habían dejado atrás el parque del niño del metrónomo y se encontraban en pleno barrio de San Fulgencio. Con este viaje que ya prácticamente había tocado a su fin, Flaubert esperaba redimirse. Sabía que de allí no saldría con vida y que su muerte estaba cada vez más próxima. Pero el hecho de que tanto él como Popeye estuvieran allí, tan cerca de la mercería Paquita y del edificio Tuétano-II,donde todo había comenzado, puede que no fuera casual, o al menos atribuible exclusivamente a Flaubert. Puede que aún hubiera alguna posibilidad. ¿Pero cómo saberlo si ya nada parecía poner freno a la voz de Reinaldo Cárdenas, que triunfal cabalgaba desbocada sobre un cielo trufado de nubes negras? Sus múltiples apéndices en forma de gritos, susurros, amenazas, aullidos…, de infinitos ojos, se esparcían por todos los lados y en todas las direcciones. Del mismo modo, una hueste de pájaros y perros de ciudad trabajaban frenéticamente con el único propósito de encontrar a la enana. Pero la auténtica amenaza provenía de aquellos árboles que se perdían en las alturas, abriéndose paso entre la densidad de un cielo mas negro que la noche. Sus retorcidos cuerpos lo atravesaban y parecían estimularlo, y centenares de haces de luz eran derramados dibujando profundas grietas incandescentes. ¿Cuándo se iban a detener?
Un rayo impactó contra el suelo muy cerca de ellos.
—Parece esto el fin del mundo —Popeye estaba asustado y apenas logró hilvanar
las palabras.
—No lo parece… —suspiró y
Veréis que hay anotaciones y demás, se debe a que aún no lo ha leído mi amigo y coautor (no sé si os comenté que era una novela a cuatro manos).
CAPÍTULO XI
—Dime, ¿qué es lo que tenemos que hacer? —preguntó Popeye , consciente de que la existencia de todos dependía de si aquella cosa consideraba que todavía podían serle de utilidad.
—Partid ya, vuestro único cometido ahora es el de encontrar a la enana. Aquel que lo consiga, tendrá como recompensa el seguir vivo.
—¿Entonces, solo se salvará el que la encuentre?
Esperaron a que respondiera a la pregunta ingenua de Flaubert, pero solo escucharon los chasquidos de los tentáculos y el rumor que precede a la tormenta.
Ya no tenía sentido seguir bajo el mando de Popeye. Cada uno dependía de sí mismo, y el que hasta hace bien poco era un compañero de pulgas, ahora se había convertido en un enemigo. Popeye intentó dirigir su propio hundimiento, así que antes de que se produjera la estampida, antes de que reinara la anarquía, se dirigió quién sabe si por última vez a sus perros.
—Ya sé que la mayoría de vosotros pensáis que estamos condenados, que ya nada tiene sentido, pero qué coño, si hemos de morir, hagámoslo bien.
—¿Bien, y cómo se muere uno bien?
—Eso, a ver si cierras esa apestosa boca de chihuahua de una puta vez.
Eran dos de los perros de confianza de Popeye quienes habían hablado, atrayendo la atención de los que habían comenzado a abandonar el grupo. ¿Por qué no escuchar lo que su ya antiguo líder quería comunicarles? Además, siempre cabía la tentadora posibilidad de acabar la fiesta con un linchamiento.
—Lo mejor será que nos dividamos en grupos de dos —el rumor que generó esta propuesta, hizo que se detuviera un momento antes de concluir con:— y partamos, en la medida de lo posible, lo más separados posibles.
Para sorpresa de Popeye, bastaron muy pocos minutos para que se formaran los grupos, aunque aún fue mayor el desconcierto cuando, perplejo, comprobó que tras disgregarse las doce parejas de perros en busca de la enana, el único que permanecía junto a él era Flaubert. Examinó la figura de aquel bulldog de nariz chata y ojos saltones que nervioso no paraba de jadear, y su enfado inicial, al comprobar que ninguno de los suyos había querido irse con él, terminó por disiparse rápidamente. Si ninguno de aquellos ingratos traidores eran capaces de encontrar a la liliputiense, no tendría ningún problema en deshacerse de aquella inofensiva mascota. Flaubert restaba inmóvil como una estatua. No obstante, sus pensamientos se desplazaban a gran velocidad, rebotando como haces de luz en el interior de su cabeza. Era evidente que Popeye era el peor adversario posible con quien jugarse la vida, y luego estaba lo de aquella extraña mujer, que desde que apareció en su vida, no había hecho otra cosa que causarle problemas. Aun así, confiaba en que de un modo u otro ella sería la que le salvaría el pellejo. Antes del salvaje ultimátum, se había planteado seriamente traicionarla, entregársela en bandeja a aquella cosa, para que con sus tentáculos la destripara entera y los liberara. Pero ya no podía ser así, ¿cómo iba a conseguir despegarse de aquel salvaje? Imposible, si la enana aparecía, podía considerarse perro muerto.
—Oye Flaubert, sabes que tú y yo formamos un equipo ahora, ¿no?
—Eso parece, sí.
—Bien, pues quiero que sepas que aunque no lo creas, tú habrías sido mi primera opción.
—No te creo —contestó con sinceridad Flaubert, al cual ya había empezado a darle igual todo.
Andaron unos cuantos metros más en silencio, sin un rumbo predeterminado, con el único propósito de dejar atrás a la espeluznante cosa con forma de árbol, que en cuanto el grupo de perros se alejó, (había continuado/seguido) continuó creciendo, con la intención de atravesar el cielo con sus largos dedos. Del mismo modo estaban obrando la docena de homólogas criaturas, repartidas estratégicamente por toda la ciudad.
— No sé por qué, pero creo que eres un perro que esconde muchos secretos, no creas que se me ha olvidado el incidente de antes.
—No sé de qué me hablas, además, si no te importa me gustaría que no habláramos entre nosotros.
—Sí... —continuó Popeye haciendo caso omiso—, cuando nos advertiste de que no chupáramos aquella cosa negra que había escupido el cielo…
—No sé, me salió así de dentro. Causa efecto, ya sabes—. El rumbo que estaba tomando la conversación, no le estaba gustando y sin pretenderlo había dado claras muestras de nerviosismo.
—Eh, pero tranquilo, que no tengo ninguna intención de hacerte daño, al menos por ahora…
Para cambiar de tema, Flaubert propuso que lo mejor sería que se dirigieran hacia el norte, donde estaba ubicado el barrio de San Fulgencio.
—¿Y por qué debería hacerte caso?
—No lo sé, no tengo argumentos con los que convencerte, simplemente me ha venido.
—Que te ha venido dices… —repitió el chihuahua con desprecio —, pues ten cuidado no sea que lo que te vengan sean otras cosas.
Flaubert había vivido con su dueña en aquel barrio durante mucho tiempo, en sus años como mascota. Le gustaba que lo sacara a pasear por aquellas calles, aunque muchas de ellas tuvieran fuertes desniveles y empinadas cuestas, provocadas por la abrupta orografía de Ciménade. Aquella había sido una etapa feliz. Tal vez la mejor de su vida. Sin bozal, y sin ser tratado como un peluche de juguete. Estaba convencido de que todo cambió el día en que tuvo la mala suerte de cruzarse con aquel gordo. Nunca se le iba a olvidar aquella cara con el labio deforme. Aquel cabrón estuvo molestándolo desde que su dueña entró en la peluquería. La mala suerte había querido que el árbol al que su dueña le había atado, estuviera junto a la mesa en la que Praxíteles se estaba tomando una cerveza. Allí había tenido que aguantar estoicamente las perrerías de aquel personaje estrafalario. Cuando ella salió apestando a perfume barato , el muy falso se le acercó, pensando que con esta chusquera maniobra, podría ligarse a la vieja. En ese instante, y por primera y única vez en su vida, le soltó un mordisco que casi le arranca el dedo. A partir de ese momento ya nada volvió a ser como antes y no pasaron muchos meses hasta que lo abandonó. Qué traición más grande. Habían pasado varios años, pero Flaubert aún no lo había superado del todo. Ni siquiera Bowie conocía esta historia, como el resto, creían que se había escapado. En el mundo de los perros, a uno lo respetaban más si se había fugado que si había sido abandonado. La realidad era que la mayoría habían sido víctimas de la misma práctica cruel padecida por Flaubert. A diferencia de los humanos, donde la mentira era muy común y generalizada, entre los perros había pocos temas tabú, pero del abandono nadie hablaba. Que lo abandonaran a uno era visto como un castigo merecido (justo). «Si mi dueño me ha dejado en una gasolinera es porque me lo merezco», se decían resignadamente a sí mismos. Rara era la vez que entre ellos hablaban del tema. El que rompía este silencio, lejos de ser comprendido, terminaba por ser señalado y excluido del grupo. La Reina blanca, cuando le cogió de la patita, le devolvió su esencia, la luz impregnó su cerebro y en un rincón descubrió agazapada —escondida bajo un manto de complejos y mentiras que el paso del tiempo había endurecido y perfeccionado— la verdadera historia de Flaubert. (se ha de revisar cuando le da la pata para decir que lo del orgullo y no dar la pata...es mentira) Tal vez fuera su subconsciente, o como hacían los elefantes en su funesta y última voluntad, pensara que si la muerte era algo inevitable, prefería morir allí donde comenzó todo.
—Sabes, yo tuve un asunto con una perrita de San Fulgencio — Popeye hizo una pausa, pero como Flaubert no decía nada, continuó hablando. —Todo esto pasó hace años, bastante antes de conocer a Ada, ya sabes, la mastín que nuestra amiga la jodida nube de la muerte y su amiguito el jodido árbol destrozaperros hicieron volar por los aires.
Flaubert no dijo nada, su resignación era tal que estaba decidido, costara lo que costara, a llegar a San Fulgencio. Su único objetivo era morir allí. Por un instante había pasado por su cabeza delatarla y salvar así tanto su vida como la de los demás. Pero no no lo hizo, y ahora ya no valía la pena pensar más en ello.
—Podrías hablar un poco, a este paso calculo que todavía nos quedarán un par de horas. ¡Aprovecha este don que nos han concedido, y dale a la sinhueso, hombre!
—¿Hombre? —(Fue)fue su única respuesta.
Popeye comprendió que aquella iba a ser una excursión silenciosa, no podía culpar al bulldog por ello. Si aquella cosa no los fulminaba, sería él quien lo iba a matar, pura y simple ley del más fuerte.
El cielo había ido cambiando de color hasta adquirir un tono oscuro, cárdeno, que amenazaba con tornarse negro al son de los incipientes truenos y de los zigzagueantes relámpagos que irrigaban las entrañas de las nubes. Ya no se trataba de aquella única nube que lo manchaba, orbitando en torno al árbol que los había visto partir. Ahora se había multiplicado por un millón y se expandía sobre Ciménade como una gigantesca ola imparable, dispuesta a impregnarlo todo con su cremosa y devastadora opulencia. Súbitamente, el suelo comenzó a temblar. Cuando parecía que ya había pasado todo, otra ráfaga de intensas sacudidas manó de las entrañas de la tierra. Lo hizo con tanta fuerza que Flaubert y Popeye cayeron al suelo.
Lejos de allí, los trece árboles reanudaron su ascenso. No se iban a detener hasta tomar el firmamento, algo les estaba empujando hacia un abismo que ella no habría sido capaz de imaginar ni en cien vidas. Porque más allá estaba lo desconocido: un nuevo mundo del que
CAPÍTULO XII
San Fulgencio *( La voz de Reinaldo Cárdenas que tenga más protagonismo antes)
Habían dejado atrás el parque del niño del metrónomo y se encontraban en pleno barrio de San Fulgencio. Con este viaje que ya prácticamente había tocado a su fin, Flaubert esperaba redimirse. Sabía que de allí no saldría con vida y que su muerte estaba cada vez más próxima. Pero el hecho de que tanto él como Popeye estuvieran allí, tan cerca de la mercería Paquita y del edificio Tuétano-II,
Un rayo impactó contra el suelo muy cerca de ellos.
—Parece esto el fin del mundo —Popeye estaba asustado y apenas logró hilvanar
las palabras.
—No lo parece… —suspiró y