Lea~
Usuario poco activo
Que hoy me he despertado
echándote de menos:
eso me ha exasperado.
Que ya ha pasado tiempo
des'que nos conocemos:
año y medio, algo eterno.
Que más que confidente
fuiste preciada amiga,
hasta que irremediable
te convertiste en madre.
Empecé con mi psiquiatra hace ya año y medio por idealizar con quitarme, del medio. Empezamos mal, ya que mi madre decidió acudir antes —sin yo saberlo— para decirle que tenía autismo. «Empezamos bien», inició ella. «¿Te quieres morir?», me preguntó. En ese entonces dichos pensamientos se habían disipado y le respondí que no. Se quedó tranquila, mucho. No como psiquiatra, sino como persona.
Desde'l primer momento se mostró muy cálida... más bien, humana. Conecté con ella, aun siendo yo tan fría. Confié en ella, y me fui abiendo sin darme cuenta. Ella tenía sensibilidad, de la cual muchas veces han carecido muchos de la misma profesión. Le iba contando sobre mí en las sesiones, y siempre había cosas que me decía que me hacían pensar mucho después. También, me explicaba las cosas muy bien, para mí —explicar, eso que muchos de ese gremio no hacen—. No me medicó hasta que realmente necesitaba hacerlo, no me sentía juzgada aun cuando las barbaridades se adueñaban de mi labia.
Las citas, mensuales, esperaba con ansia que llegaran: las necesitaba. Y tener una cita significaba aprender cosas nuevas, poder desahogarme, y verla. Su mirada era lo mejor, ojos color almendra, claros. Me quedaba atontada mirándola. Con ella tenía la confianza de establecer comunicación ocular, y era cómodo. Los silencios también la eran, y no se hablaba hasta que alguien tuviera algo que decir, por lo que no solían durar mucho.
Había frases que se me quedaban clavadas, como el que en consulta de psiquiatría me iba a poner cada vez peor. Y cuán mal me llegué a poner, Sofía, tanto que tuve ataques de crisis con ella en frente con autolesión, las sobreisgestas... Cuando estuve ingresada en el hospital, ahí sí que dije: «He tocado fondo».
Pero ese ingreso fue bueno porque te pude ver dos veces, incluso con más frecuencia que en consulta. Debido a mi vinculación con ella, ordenó que me dijeran un día antes que venía de guardia —nunca se comunica esto, porque las guardias son muchas veces esporádicas—, y me desbordé. Fue tal que consumí todas mis fuerzas que me quedé paralizada, y estaba sola, nadie venía.
Y tú sí viniste al día siguiente. No podía ni conmigo misma y fue la primera vez en no sé cuánto que abrí la puerta y me puse a caminar por ese desquiciante pasillo. Estando ya en mi habitación llegaste, e ibas a venir directa a verme. Conversamos dos horas, cuando una consulta suele ser de 40 min. Tuve suerte, porque no había ninguna urgencia en ese momento. Necesitaba aquella conversación, ya no eras solo amiga sino madre. «Yo no debería estar aquí», respondido con un ladeamiento de cabeza, tus ojos clavados en los míos y un «¿O sí?». No estaba comiendo, porque de verdad que me quería morir estando allí, estaba superirritada, iracunda; pero comí por ti, aunque luego me dieran las mareos que me dijiste. Yo sentía que había traicionado tu confianza por la sobreingesta, pero entendías que me vi en las últimas. Te preocupé, y te enfadé.
Te enfadé debido a que te mandara aquella explicación a tu correo personal de por qué no acudí a la última consulta; pero de verdad que necesitaba hacerlo. Y me dijiste que aprovechara estando allí, y eso intenté, por eso me quedé algo más de tiempo.
Viniste otra vez, y fue extraño, porque días entes le pregunté al psiquiatra que cuándo te tocaba guardia, y él no lo sabía. Y aquel día estaba, otro vez, iracunda. Y más con la enfermera que me tocó ese día, que era la repelente que me tocaba la moral. Me negué a tomarme la medicación porque quería saber por qué era esa y no otra (desvenlafaxina). Y cabreada le di un golpe a la persiana, esta se bajó, y en la cama que me quedé. La imaginé muchísimo y nombré. Sí, después ella apareció. Esa vez no hablamos mucho, pero me recomponía con tan solo verla. Y me explicó por qué me venía bien dicha medicación y me la tomé, porque me adecua mucho las explicaciones —soy su paciente mimada—.
Salí del hospital, tuve de nuevo consultas con ella. Debido a una enfermera que conocí en mi niñez, me desbordé y tuve que llamarla a su número privado —esto fue la gota que colmó el vaso—. Aun no estando en horario de trabajo y lo anterior, me ayudó a calmarme, sobre todo haciendo ejercicios de respiración. Me dijo que estaba con la regla, hasta ese nivel de complicidad teníamos. Aun sabiendo que estuvo mal, no me arrepiento de aquella llamada, porque me habría espetado una sobreingesta aún mayor que la del ingreso.
Tuve que acudir a dos urgencias, y la segunda fue propiciada por el desabastecimiento de medicamentos hormonales. Intentó calmarme, pero no había manera. También me quería comentar el tema de la llamada, que había que empezar a establecer unos límites... y ya me clavé las uñas. Estaban cortas, pero llegué a sestir que llegué hasta las venas. Verbalmente la cosa no mejoraba y decidió dejar de hablar, porque desde entonces con ella ya me ponía peor. Llamó a una ambulancia y ese día lo pasé en el hospital.
Y ya no la vi más. Acudí a urgencias debido a esto muchas veces. Me aconsejaron que cambiara de psiquiatra, al haber transgredida los límites de la relación terapéutica.Y no quería, era impensable. Pero también sabía que no le podía estar haciendo eso a ella, y decidí dar el paso.
En otra sobreingesta me dijeron que se pasó ella a despedirme, no lo recuerdo debido a los fármacos. Esa despedida crea que no era al uso, sino que se despedía perque se iba a cambiar de centro. Cuando me percaté de ello, intenté morirme. No me pude despedir de ella, la última cita la anulé por ese incesante miedo de los «límites». Yo me lo busqué, sin duda.
Mi vida será corta y no creo que nuestros caminos se vuelvan a juntar, por lo que hasta siempre, mamá.
echándote de menos:
eso me ha exasperado.
Que ya ha pasado tiempo
des'que nos conocemos:
año y medio, algo eterno.
Que más que confidente
fuiste preciada amiga,
hasta que irremediable
te convertiste en madre.
Empecé con mi psiquiatra hace ya año y medio por idealizar con quitarme, del medio. Empezamos mal, ya que mi madre decidió acudir antes —sin yo saberlo— para decirle que tenía autismo. «Empezamos bien», inició ella. «¿Te quieres morir?», me preguntó. En ese entonces dichos pensamientos se habían disipado y le respondí que no. Se quedó tranquila, mucho. No como psiquiatra, sino como persona.
Desde'l primer momento se mostró muy cálida... más bien, humana. Conecté con ella, aun siendo yo tan fría. Confié en ella, y me fui abiendo sin darme cuenta. Ella tenía sensibilidad, de la cual muchas veces han carecido muchos de la misma profesión. Le iba contando sobre mí en las sesiones, y siempre había cosas que me decía que me hacían pensar mucho después. También, me explicaba las cosas muy bien, para mí —explicar, eso que muchos de ese gremio no hacen—. No me medicó hasta que realmente necesitaba hacerlo, no me sentía juzgada aun cuando las barbaridades se adueñaban de mi labia.
Las citas, mensuales, esperaba con ansia que llegaran: las necesitaba. Y tener una cita significaba aprender cosas nuevas, poder desahogarme, y verla. Su mirada era lo mejor, ojos color almendra, claros. Me quedaba atontada mirándola. Con ella tenía la confianza de establecer comunicación ocular, y era cómodo. Los silencios también la eran, y no se hablaba hasta que alguien tuviera algo que decir, por lo que no solían durar mucho.
Había frases que se me quedaban clavadas, como el que en consulta de psiquiatría me iba a poner cada vez peor. Y cuán mal me llegué a poner, Sofía, tanto que tuve ataques de crisis con ella en frente con autolesión, las sobreisgestas... Cuando estuve ingresada en el hospital, ahí sí que dije: «He tocado fondo».
Pero ese ingreso fue bueno porque te pude ver dos veces, incluso con más frecuencia que en consulta. Debido a mi vinculación con ella, ordenó que me dijeran un día antes que venía de guardia —nunca se comunica esto, porque las guardias son muchas veces esporádicas—, y me desbordé. Fue tal que consumí todas mis fuerzas que me quedé paralizada, y estaba sola, nadie venía.
Y tú sí viniste al día siguiente. No podía ni conmigo misma y fue la primera vez en no sé cuánto que abrí la puerta y me puse a caminar por ese desquiciante pasillo. Estando ya en mi habitación llegaste, e ibas a venir directa a verme. Conversamos dos horas, cuando una consulta suele ser de 40 min. Tuve suerte, porque no había ninguna urgencia en ese momento. Necesitaba aquella conversación, ya no eras solo amiga sino madre. «Yo no debería estar aquí», respondido con un ladeamiento de cabeza, tus ojos clavados en los míos y un «¿O sí?». No estaba comiendo, porque de verdad que me quería morir estando allí, estaba superirritada, iracunda; pero comí por ti, aunque luego me dieran las mareos que me dijiste. Yo sentía que había traicionado tu confianza por la sobreingesta, pero entendías que me vi en las últimas. Te preocupé, y te enfadé.
Te enfadé debido a que te mandara aquella explicación a tu correo personal de por qué no acudí a la última consulta; pero de verdad que necesitaba hacerlo. Y me dijiste que aprovechara estando allí, y eso intenté, por eso me quedé algo más de tiempo.
Viniste otra vez, y fue extraño, porque días entes le pregunté al psiquiatra que cuándo te tocaba guardia, y él no lo sabía. Y aquel día estaba, otro vez, iracunda. Y más con la enfermera que me tocó ese día, que era la repelente que me tocaba la moral. Me negué a tomarme la medicación porque quería saber por qué era esa y no otra (desvenlafaxina). Y cabreada le di un golpe a la persiana, esta se bajó, y en la cama que me quedé. La imaginé muchísimo y nombré. Sí, después ella apareció. Esa vez no hablamos mucho, pero me recomponía con tan solo verla. Y me explicó por qué me venía bien dicha medicación y me la tomé, porque me adecua mucho las explicaciones —soy su paciente mimada—.
Salí del hospital, tuve de nuevo consultas con ella. Debido a una enfermera que conocí en mi niñez, me desbordé y tuve que llamarla a su número privado —esto fue la gota que colmó el vaso—. Aun no estando en horario de trabajo y lo anterior, me ayudó a calmarme, sobre todo haciendo ejercicios de respiración. Me dijo que estaba con la regla, hasta ese nivel de complicidad teníamos. Aun sabiendo que estuvo mal, no me arrepiento de aquella llamada, porque me habría espetado una sobreingesta aún mayor que la del ingreso.
Tuve que acudir a dos urgencias, y la segunda fue propiciada por el desabastecimiento de medicamentos hormonales. Intentó calmarme, pero no había manera. También me quería comentar el tema de la llamada, que había que empezar a establecer unos límites... y ya me clavé las uñas. Estaban cortas, pero llegué a sestir que llegué hasta las venas. Verbalmente la cosa no mejoraba y decidió dejar de hablar, porque desde entonces con ella ya me ponía peor. Llamó a una ambulancia y ese día lo pasé en el hospital.
Y ya no la vi más. Acudí a urgencias debido a esto muchas veces. Me aconsejaron que cambiara de psiquiatra, al haber transgredida los límites de la relación terapéutica.Y no quería, era impensable. Pero también sabía que no le podía estar haciendo eso a ella, y decidí dar el paso.
En otra sobreingesta me dijeron que se pasó ella a despedirme, no lo recuerdo debido a los fármacos. Esa despedida crea que no era al uso, sino que se despedía perque se iba a cambiar de centro. Cuando me percaté de ello, intenté morirme. No me pude despedir de ella, la última cita la anulé por ese incesante miedo de los «límites». Yo me lo busqué, sin duda.
Mi vida será corta y no creo que nuestros caminos se vuelvan a juntar, por lo que hasta siempre, mamá.