Caótica
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Quiero compartir con vosotros un texto que he encontrado en un blog. La autora cuenta su historia y habla de cómo el TLP puede ser causado por cosas que están muy normalizadas, y de cómo el abuso emocional puede tener consecuencias tan serias como el abuso sexual o físico. Me he sentido muy identificada. Os copio el texto:
"Me llamo Verónica.
He sufrido malos tratos toda mi vida, y jamás he tenido un solo moratón. Ahora tengo un diagnóstico de Trastorno Límite de la Personalidad que cursa con fases depresivas y Tricotilomanía.
Nací el 13 de noviembre de 1990 en Valencia. Fui la primera hija, ya sabéis, el experimento de todos los padres primerizos.
Me crié en Valencia hasta los siete años, cuando por motivos de trabajo, trasladaron a mi madre a Madrid capital. Nos mudamos allí. Para entonces yo ya tenía dos hermanos pequeños de cuatro y dos años, a los que mi madre jamás ha tratado como a mí.
Para comenzar a hablar de mi infancia, debo decir que en Valencia veía a mis padres primordialmente los fines de semana, por motivos de trabajo. Entre semana solía quedarme con mis abuelos o tíos al salir del colegio, hasta que mi padre o mi madre venían a buscarme por la noche. Nunca fue del todo mal allí.
Era una niña con un carácter difícil, pero las cosas todavía andaban sobre ruedas. A veces me despertaba triste o enfada, y nada conseguía complacerme. Mi madre solía reñirme entonces, y decirme que les amargaba todas las fiestas. Mi madre solía reñirme con mucha frecuencia. Gritaba y gritaba, y las broncas parecían no tener fin. A veces se enfadaba por nimiedades, detalles tontos. No había un solo día en que no encontrase algo que yo hubiera hecho mal. En ocasiones, llegó a echarme de casa. En ocasiones llegué a decirle que no la quería. Para entonces yo tenía apenas cinco años.
Cuando nos mudamos a Madrid, tuve que empezar de cero. Nueva ciudad, nuevo colegio, nuevos compañeros. No se me ha dado bien nunca adaptarme a los cambios. No se me dio bien tampoco entonces. Sufrí acoso escolar, no muy severo, nada físico, pero fue otro factor estresante. Con ocho años, comencé a arrancarme el cabello del cuerpo. Apenas tenía cejas. También desarrollé una serie de tics motores, que consistían en parpadear muy fuerte de forma intermitente. Cuando mi madre se percataba me reñía, se enfadaba mucho, e incluso me daba cachetes. Decía que así se me pasaría. Decía tantas cosas.
De mi madre lo he escuchado todo. He escuchado que soy la mejor hija del mundo, y también que ojalá algún día me toque tener una hija tan mala como yo. He escuchado cómo presumía delante de otras madres de mí, y he escuchado en casa lo mala que era yo comparada con los demás niños. He escuchado que ojalá sea una mujer feliz y sana y también la he escuchado gritar diciendo que ojalá nos muriésemos todos. He escuchado que las únicas personas que me van a querer siempre y de las que me puedo fiar son mis padres, pero también he escuchado sus amenazas de enviarme a un reformatorio y las múltiples veces que me echaron de casa. He escuchado que yo tenía que ser más optimista, y he escuchado que se quería morir y que el mundo es una mierda y que nadie la entiende y que todos estamos contra ella.
Me he pasado la vida discutiendo con mi madre. Y ahora todos podrían pensar, toma, como yo. La diferencia es que yo he escuchado lo tonta, guarra, inútil, cerda e insoportable que soy, en todas estas discusiones. La diferencia es que yo he visto a mi madre lanzar y romper cosas, golpear paredes, tirarse por el suelo y gritar como si la hubiese poseído un demonio, amenazarme con agredirme, llegar a agredirme alguna vez, hablarme mal de mi padre, de mis tíos, de mis abuelos (vivos y muertos), de mis amigos, del papa, del vecino de enfrente, de la verdulera del pueblo del cuñado de la compañera de la recepcionista del hotel de la esquina, de todo aquel del que se pueda decir algo. Me he pasado la vida escuchando que no podía fiarme de nadie, y escuchando, cada día, CADA DÍA, lo mala hija y lo inútil que soy. Eso sí, todo esto alternado con fases en las que me adoraba y era lo más importante de su vida. Y quizá no haya diferencia y a otros os haya pasado también. En este caso debéis haceros conscientes de haber sufrido maltrato psicológico.
Mi madre nunca ha estado sana. Cuando nací tuvo depresión postparto, de la que me ha hecho sentir culpable varias veces. Además de eso, se ha alternado siempre entre picos y caídas. A veces está muy alegre, simpática, sociable y habladora. Otras es muy fácilmente irritable. Otras parece querer morirse de tristeza y, por supuesto, es culpa de los demás, sobretodo mía. Otras sencillamente parece un demonio enfurecido.
La mayoría de las veces nadie hace nada que objetivamente desencadene que esté así. Le gusta mucho discutir y siempre tiene que tener la razón. Trata verdaderamente mal a todo aquel que no se la da. Le cuesta salvaguardar el respeto de otros. Habla muy mal a la gente. Conmigo, por sentado, ha sido aún peor. Las broncas han sido diarias durante años y cuando ella decidía que se había pasado, tenías que estar bien con ella como si nada. No toleraba que yo estuviese enfadada o triste. Me castigaba por ello.
He crecido con la sensación de ser incorrecta y mala todo el tiempo. He sentido que mis emociones eran falsas, que no tenía derecho a ellas, millones de veces. Mis emociones comenzaron a desestabilizarse desde mi mismo nacimiento. Eso lo sé ahora, que he pasado por diversos profesionales, a lo largo de casi diez años. Ahora sé que nunca tuve un apego seguro, un vínculo profundo con ella, necesario en todos los niños para un desarrollo adecuado. He crecido con un miedo atroz a que me abandonasen, a no ser lo suficientemente buena. Nunca me he sentido buena. Desde que tengo memoria, recuerdo tener la autoestima muy baja. Eso se incrementó muchísimo al mudarme a Madrid. Solía tener insomnio y muchos terrores nocturnos. A veces le decía a mi madre que deseaba morir. También se lo dije a alguna amiga, cuando empecé a tenerlas. Solía morderme el brazo cuando me sentía sobrepasada. A los doce años me autolesioné con un compás de clase por primera vez. Me escribí la palabra tonta por todo el cuerpo, a sangre.
A los quince comencé a hacerme cortes en los brazos y en las piernas. Más tarde, llegué a hacerme verdaderas carnicerías.
A los diecisiete acabé en un hospital, por problemas de ansiedad y depresión, donde pude ser tratada al fin por un psiquiatra. Nunca había pensado que mi problema fuese algo que pudiera estar fuera de mí. Pero el diagnóstico fue muy claro: trastorno límite de la personalidad.
Yo no tenía ni idea de qué puñetas significaba eso, y sin embargo, era mucho. El TLP es un trastorno de la personalidad caracterizado por un miedo constante al abandono, y una serie de esfuerzos por evitarlo, aunque este sea imaginario; emociones intensas e inestables; autolesiones y pensamientos de muerte y suicidio; intentos de suicidio; sentimientos de vacío; idealización y devaluación de las personas. Es como pasar cada día de tu vida en el puto infierno. Cuando estas arriba, estás arriba del todo, en la cima. Pero nunca dura mucho. Y cuanto más has subido, más duro es el impacto. Son frecuentes otros trastornos, como la tricotilomanía (arrancarse el cabello), la depresión, o problemas de ansiedad. A veces padezco insomnio. He tenido problemas con el alcohol y otras sustancias. Todavía no he intentado suicidarme. Digo todavía porque estoy convencida de que algún día lo haré.
Es uno de los trastornos mentales más graves, y para mi sorpresa, el psiquiatra me explicó que no es algo con lo que se nazca.
Por primera vez mis sentimientos oscuros, mi incapacidad de adaptarme a la sociedad, mis crisis emocionales y mis desviaciones no eran culpa mía.
No. Resultó que si alguien tenía la culpa eran mis padres. Ella por todo lo que hizo y hace. Él, aunque es una víctima más, por permitirlo.
En un primer momento, el psiquiatra y el psicólogo del centro pensaron en un posible abuso sexual. Me inicié en el tema a una edad muy temprana. Mis primeros recuerdos con respecto al sexo son de los cuatro años, cuando me masturbaba en mi habitación pensando en cosas muy desagradables. Al parecer, hay muchos casos de TLP que son causados por abuso sexual. Pero en mi caso no parece ser esa la cuestión. No hay indicios, ni recuerdo nada extraño. Lo que yo no sabía es que el maltrato psicológico puede generar las mismas consecuencias que el maltrato físico o sexual. Las mismas.
Es muy curioso, porque la semana pasada, a mi madre le dio por hablarme de los padres que violaban a sus hijos. Me dijo que le parecía una barbaridad, que eso no tenía perdón. Que a ella cuando le metían a los niños de por medio se encendía, que pobres criaturas.
Pobres criaturas.
Salí de casa de mi madre con ganas de llorar eternamente.
Si le dijera a mi madre que me ha maltratado, probablemente montaría el número de su vida. Muy probablemente me tacharía de estar enferma, de ser mala hija, de injusta y de loca. Creo que la mayoría de personas de mi entorno también lo harían. Sin embargo aquí estoy, con el mismo trastorno que desarrollan muchos de los niños que han sufrido abuso sexual o físico.
Me he pasado la vida pensando en la muerte, haciéndome un daño atroz, temiendo el abandono porque pensaba que era indigna de amor. Sintiendo cosas ambivalentes, como amor y rabia por una misma persona. Sintiéndome patética, llegando a estar en puntos verdaderamente deplorables.
No me han pegado. No me han violado. No he pasado por una tragedia como perder a mis padres o a toda mi familia. A vista de todos, mi vida parece perfectamente normal.
Pero no lo ha sido. Y veo constantemente a muchos padres actuar como mi madre. Reñir a sus hijos excesivamente por tonterías, impedir que estos expresen sus emociones, castigarles por ello. Humillarles, subestimar sus sentimientos y opiniones, gritarles y amenazarles con todo tipo de consecuencias. Llegar a pegarles. Llegar a decirles que les van a abandonar.
He visto y veo a muchísimos padres hacer cosas que no se parecen en nada a violar a tu hijo y que, sin embargo, pueden acabar teniendo las mismas consecuencias. No puedo ni podré jamás tener una vida normal. Incluso cuando estoy bien en mi círculo de amigos o con mi pareja, temo que me abandonen, que me puedan traicionar o que realmente no quieran estar conmigo. A veces me duele el pecho y no puedo respirar, sin ningún motivo. Tengo varias fobias. A veces no puedo levantarme de la cama de lo triste que estoy.
A veces querría preguntarle a mi madre: ¿por qué?
Como esos niños que son violados o tocados de forma inapropiada por uno de sus progenitores. Todo el mundo se indigna con estos casos. Son intolerables.
Pero todo el mundo cree en la hostia bien dada, en reñir a los niños, en castigarles, en que los niños que se comportan mal son malos, porque claro, un niño “ya sabe lo que tiene que hacer”.
No, no, no, no y no. He conocido a maestros y psicólogos que abogan por la educación positiva. Por premiar al niño, no materialmente, sino con amor y cariño, cada vez que hace algo bien. Y corregirle cuando lo hace mal. Pero sin broncas ni violencia. Sin castigos severos. Enseñándole cómo hacerlo y dándole la oportunidad de mejorar. Estableciendo un vínculo profundo y agradable con el niño. Un apego seguro. Generando en este una mayoría de emociones agradables y positivas.
Durante toda mi infancia se sucedieron las ocasiones en que diversas personas vieron cómo mi madre me trataba, y no hicieron nada. No son pocos los que bromean y me dicen ¿a que no te ha quedado ningún trauma?
Yo entonces callo y me aguanto el nudo en la garganta. Me gustaría gritar que sí. Que me quedó un trauma profundo e incurable, un vacío tan grande que ni todo el amor del mundo podría llenar.
Me gustaría entonces enseñarles mis muslos y mis muñecas. Hablarles de la noche que había acumulado tres cajas de antidepresivos y una botella de vodka, y de por qué no llegue a hacerlo.
Me gustaría que alguien hubiese intervenido cuando sólo era una niña y mi madre me cruzó la cara delante de todos sus amigos por hacer una broma. O aquella vez que contó que me había echado de casa con nueve años como anécdota graciosa y lección de aprendizaje de la que sentirse orgullosa. Me gustaría que mi padre hubiese hecho algo, ante las situaciones surrealistas que llegué a vivir con mi madre, ante todos sus abusos emocionales.
Me gustaría que alguien hubiese dicho de mi caso “cuando se mete a los niños de por medio es imperdonable”. Pero nadie cree que haya caso en lo que a mí me ha sucedido. Me gustaría, y mucho, que alguien me hubiese intentado rescatar, que me hubiesen hecho sentir que merecía algo así. Que no me merecía todo lo que me estaba pasando. Que yo era buena. Que el mundo era un lugar seguro.
El mundo nunca ha sido ni será para mí un lugar seguro. No encuentro refugio. Nunca. A veces cuando hablo superficialmente de esto, me dicen que exagero.
Quiero a mi madre. He deseado matarla o que muriese muchísimas veces. En ocasiones tengo tantas ganas de pegarle, sólo con escucharla hablar, que tengo que irme de su casa. Procuro no verla mucho.
Tengo clara una cosa: jamás voy a tener hijos. No porque no me gusten los niños, al contrario, me encantan y se me dan muy bien, mucho mejor que los adultos. Pero no quiero hacerle a otra persona lo que me han hecho a mí. No estoy ni estaré nunca estable, y sé que a la larga eso podría repercutir en mi hijo, como repercutió en mí que mi madre no lo estuviera. Del mismo modo, ella se lamenta de la relación que tuvo con su madre, considerándola un monstruo. Ella ha focalizado mucho en mí esta relación, y he pagado todos los platos rotos.
Creo que mi decisión no es mía. Creo que cuando uno decide tener hijos debería tener en cuenta que está trayendo al mundo a otra persona, capaz de sufrir y de tener una vida miserable. Creo que si asumimos eso, al menos debemos intentar que no ocurra, y por supuesto hacer lo imposible por no provocarlo nosotros. Creo que todo aquel que no se sienta capaz de esto no debería tener hijos. Yo desearía que no me hubieran tenido. No para esto.
Me llamo Verónica. Tengo veintiséis años. He sido maltratada toda mi vida. Algún día me suicidaré. Nadie que me conozca desde niña me tomaría en serio si dijera todo esto.
Nadie que me conozca desde niña debería haber tenido la oportunidad de hacerlo".
"Me llamo Verónica.
He sufrido malos tratos toda mi vida, y jamás he tenido un solo moratón. Ahora tengo un diagnóstico de Trastorno Límite de la Personalidad que cursa con fases depresivas y Tricotilomanía.
Nací el 13 de noviembre de 1990 en Valencia. Fui la primera hija, ya sabéis, el experimento de todos los padres primerizos.
Me crié en Valencia hasta los siete años, cuando por motivos de trabajo, trasladaron a mi madre a Madrid capital. Nos mudamos allí. Para entonces yo ya tenía dos hermanos pequeños de cuatro y dos años, a los que mi madre jamás ha tratado como a mí.
Para comenzar a hablar de mi infancia, debo decir que en Valencia veía a mis padres primordialmente los fines de semana, por motivos de trabajo. Entre semana solía quedarme con mis abuelos o tíos al salir del colegio, hasta que mi padre o mi madre venían a buscarme por la noche. Nunca fue del todo mal allí.
Era una niña con un carácter difícil, pero las cosas todavía andaban sobre ruedas. A veces me despertaba triste o enfada, y nada conseguía complacerme. Mi madre solía reñirme entonces, y decirme que les amargaba todas las fiestas. Mi madre solía reñirme con mucha frecuencia. Gritaba y gritaba, y las broncas parecían no tener fin. A veces se enfadaba por nimiedades, detalles tontos. No había un solo día en que no encontrase algo que yo hubiera hecho mal. En ocasiones, llegó a echarme de casa. En ocasiones llegué a decirle que no la quería. Para entonces yo tenía apenas cinco años.
Cuando nos mudamos a Madrid, tuve que empezar de cero. Nueva ciudad, nuevo colegio, nuevos compañeros. No se me ha dado bien nunca adaptarme a los cambios. No se me dio bien tampoco entonces. Sufrí acoso escolar, no muy severo, nada físico, pero fue otro factor estresante. Con ocho años, comencé a arrancarme el cabello del cuerpo. Apenas tenía cejas. También desarrollé una serie de tics motores, que consistían en parpadear muy fuerte de forma intermitente. Cuando mi madre se percataba me reñía, se enfadaba mucho, e incluso me daba cachetes. Decía que así se me pasaría. Decía tantas cosas.
De mi madre lo he escuchado todo. He escuchado que soy la mejor hija del mundo, y también que ojalá algún día me toque tener una hija tan mala como yo. He escuchado cómo presumía delante de otras madres de mí, y he escuchado en casa lo mala que era yo comparada con los demás niños. He escuchado que ojalá sea una mujer feliz y sana y también la he escuchado gritar diciendo que ojalá nos muriésemos todos. He escuchado que las únicas personas que me van a querer siempre y de las que me puedo fiar son mis padres, pero también he escuchado sus amenazas de enviarme a un reformatorio y las múltiples veces que me echaron de casa. He escuchado que yo tenía que ser más optimista, y he escuchado que se quería morir y que el mundo es una mierda y que nadie la entiende y que todos estamos contra ella.
Me he pasado la vida discutiendo con mi madre. Y ahora todos podrían pensar, toma, como yo. La diferencia es que yo he escuchado lo tonta, guarra, inútil, cerda e insoportable que soy, en todas estas discusiones. La diferencia es que yo he visto a mi madre lanzar y romper cosas, golpear paredes, tirarse por el suelo y gritar como si la hubiese poseído un demonio, amenazarme con agredirme, llegar a agredirme alguna vez, hablarme mal de mi padre, de mis tíos, de mis abuelos (vivos y muertos), de mis amigos, del papa, del vecino de enfrente, de la verdulera del pueblo del cuñado de la compañera de la recepcionista del hotel de la esquina, de todo aquel del que se pueda decir algo. Me he pasado la vida escuchando que no podía fiarme de nadie, y escuchando, cada día, CADA DÍA, lo mala hija y lo inútil que soy. Eso sí, todo esto alternado con fases en las que me adoraba y era lo más importante de su vida. Y quizá no haya diferencia y a otros os haya pasado también. En este caso debéis haceros conscientes de haber sufrido maltrato psicológico.
Mi madre nunca ha estado sana. Cuando nací tuvo depresión postparto, de la que me ha hecho sentir culpable varias veces. Además de eso, se ha alternado siempre entre picos y caídas. A veces está muy alegre, simpática, sociable y habladora. Otras es muy fácilmente irritable. Otras parece querer morirse de tristeza y, por supuesto, es culpa de los demás, sobretodo mía. Otras sencillamente parece un demonio enfurecido.
La mayoría de las veces nadie hace nada que objetivamente desencadene que esté así. Le gusta mucho discutir y siempre tiene que tener la razón. Trata verdaderamente mal a todo aquel que no se la da. Le cuesta salvaguardar el respeto de otros. Habla muy mal a la gente. Conmigo, por sentado, ha sido aún peor. Las broncas han sido diarias durante años y cuando ella decidía que se había pasado, tenías que estar bien con ella como si nada. No toleraba que yo estuviese enfadada o triste. Me castigaba por ello.
He crecido con la sensación de ser incorrecta y mala todo el tiempo. He sentido que mis emociones eran falsas, que no tenía derecho a ellas, millones de veces. Mis emociones comenzaron a desestabilizarse desde mi mismo nacimiento. Eso lo sé ahora, que he pasado por diversos profesionales, a lo largo de casi diez años. Ahora sé que nunca tuve un apego seguro, un vínculo profundo con ella, necesario en todos los niños para un desarrollo adecuado. He crecido con un miedo atroz a que me abandonasen, a no ser lo suficientemente buena. Nunca me he sentido buena. Desde que tengo memoria, recuerdo tener la autoestima muy baja. Eso se incrementó muchísimo al mudarme a Madrid. Solía tener insomnio y muchos terrores nocturnos. A veces le decía a mi madre que deseaba morir. También se lo dije a alguna amiga, cuando empecé a tenerlas. Solía morderme el brazo cuando me sentía sobrepasada. A los doce años me autolesioné con un compás de clase por primera vez. Me escribí la palabra tonta por todo el cuerpo, a sangre.
A los quince comencé a hacerme cortes en los brazos y en las piernas. Más tarde, llegué a hacerme verdaderas carnicerías.
A los diecisiete acabé en un hospital, por problemas de ansiedad y depresión, donde pude ser tratada al fin por un psiquiatra. Nunca había pensado que mi problema fuese algo que pudiera estar fuera de mí. Pero el diagnóstico fue muy claro: trastorno límite de la personalidad.
Yo no tenía ni idea de qué puñetas significaba eso, y sin embargo, era mucho. El TLP es un trastorno de la personalidad caracterizado por un miedo constante al abandono, y una serie de esfuerzos por evitarlo, aunque este sea imaginario; emociones intensas e inestables; autolesiones y pensamientos de muerte y suicidio; intentos de suicidio; sentimientos de vacío; idealización y devaluación de las personas. Es como pasar cada día de tu vida en el puto infierno. Cuando estas arriba, estás arriba del todo, en la cima. Pero nunca dura mucho. Y cuanto más has subido, más duro es el impacto. Son frecuentes otros trastornos, como la tricotilomanía (arrancarse el cabello), la depresión, o problemas de ansiedad. A veces padezco insomnio. He tenido problemas con el alcohol y otras sustancias. Todavía no he intentado suicidarme. Digo todavía porque estoy convencida de que algún día lo haré.
Es uno de los trastornos mentales más graves, y para mi sorpresa, el psiquiatra me explicó que no es algo con lo que se nazca.
Por primera vez mis sentimientos oscuros, mi incapacidad de adaptarme a la sociedad, mis crisis emocionales y mis desviaciones no eran culpa mía.
No. Resultó que si alguien tenía la culpa eran mis padres. Ella por todo lo que hizo y hace. Él, aunque es una víctima más, por permitirlo.
En un primer momento, el psiquiatra y el psicólogo del centro pensaron en un posible abuso sexual. Me inicié en el tema a una edad muy temprana. Mis primeros recuerdos con respecto al sexo son de los cuatro años, cuando me masturbaba en mi habitación pensando en cosas muy desagradables. Al parecer, hay muchos casos de TLP que son causados por abuso sexual. Pero en mi caso no parece ser esa la cuestión. No hay indicios, ni recuerdo nada extraño. Lo que yo no sabía es que el maltrato psicológico puede generar las mismas consecuencias que el maltrato físico o sexual. Las mismas.
Es muy curioso, porque la semana pasada, a mi madre le dio por hablarme de los padres que violaban a sus hijos. Me dijo que le parecía una barbaridad, que eso no tenía perdón. Que a ella cuando le metían a los niños de por medio se encendía, que pobres criaturas.
Pobres criaturas.
Salí de casa de mi madre con ganas de llorar eternamente.
Si le dijera a mi madre que me ha maltratado, probablemente montaría el número de su vida. Muy probablemente me tacharía de estar enferma, de ser mala hija, de injusta y de loca. Creo que la mayoría de personas de mi entorno también lo harían. Sin embargo aquí estoy, con el mismo trastorno que desarrollan muchos de los niños que han sufrido abuso sexual o físico.
Me he pasado la vida pensando en la muerte, haciéndome un daño atroz, temiendo el abandono porque pensaba que era indigna de amor. Sintiendo cosas ambivalentes, como amor y rabia por una misma persona. Sintiéndome patética, llegando a estar en puntos verdaderamente deplorables.
No me han pegado. No me han violado. No he pasado por una tragedia como perder a mis padres o a toda mi familia. A vista de todos, mi vida parece perfectamente normal.
Pero no lo ha sido. Y veo constantemente a muchos padres actuar como mi madre. Reñir a sus hijos excesivamente por tonterías, impedir que estos expresen sus emociones, castigarles por ello. Humillarles, subestimar sus sentimientos y opiniones, gritarles y amenazarles con todo tipo de consecuencias. Llegar a pegarles. Llegar a decirles que les van a abandonar.
He visto y veo a muchísimos padres hacer cosas que no se parecen en nada a violar a tu hijo y que, sin embargo, pueden acabar teniendo las mismas consecuencias. No puedo ni podré jamás tener una vida normal. Incluso cuando estoy bien en mi círculo de amigos o con mi pareja, temo que me abandonen, que me puedan traicionar o que realmente no quieran estar conmigo. A veces me duele el pecho y no puedo respirar, sin ningún motivo. Tengo varias fobias. A veces no puedo levantarme de la cama de lo triste que estoy.
A veces querría preguntarle a mi madre: ¿por qué?
Como esos niños que son violados o tocados de forma inapropiada por uno de sus progenitores. Todo el mundo se indigna con estos casos. Son intolerables.
Pero todo el mundo cree en la hostia bien dada, en reñir a los niños, en castigarles, en que los niños que se comportan mal son malos, porque claro, un niño “ya sabe lo que tiene que hacer”.
No, no, no, no y no. He conocido a maestros y psicólogos que abogan por la educación positiva. Por premiar al niño, no materialmente, sino con amor y cariño, cada vez que hace algo bien. Y corregirle cuando lo hace mal. Pero sin broncas ni violencia. Sin castigos severos. Enseñándole cómo hacerlo y dándole la oportunidad de mejorar. Estableciendo un vínculo profundo y agradable con el niño. Un apego seguro. Generando en este una mayoría de emociones agradables y positivas.
Durante toda mi infancia se sucedieron las ocasiones en que diversas personas vieron cómo mi madre me trataba, y no hicieron nada. No son pocos los que bromean y me dicen ¿a que no te ha quedado ningún trauma?
Yo entonces callo y me aguanto el nudo en la garganta. Me gustaría gritar que sí. Que me quedó un trauma profundo e incurable, un vacío tan grande que ni todo el amor del mundo podría llenar.
Me gustaría entonces enseñarles mis muslos y mis muñecas. Hablarles de la noche que había acumulado tres cajas de antidepresivos y una botella de vodka, y de por qué no llegue a hacerlo.
Me gustaría que alguien hubiese intervenido cuando sólo era una niña y mi madre me cruzó la cara delante de todos sus amigos por hacer una broma. O aquella vez que contó que me había echado de casa con nueve años como anécdota graciosa y lección de aprendizaje de la que sentirse orgullosa. Me gustaría que mi padre hubiese hecho algo, ante las situaciones surrealistas que llegué a vivir con mi madre, ante todos sus abusos emocionales.
Me gustaría que alguien hubiese dicho de mi caso “cuando se mete a los niños de por medio es imperdonable”. Pero nadie cree que haya caso en lo que a mí me ha sucedido. Me gustaría, y mucho, que alguien me hubiese intentado rescatar, que me hubiesen hecho sentir que merecía algo así. Que no me merecía todo lo que me estaba pasando. Que yo era buena. Que el mundo era un lugar seguro.
El mundo nunca ha sido ni será para mí un lugar seguro. No encuentro refugio. Nunca. A veces cuando hablo superficialmente de esto, me dicen que exagero.
Quiero a mi madre. He deseado matarla o que muriese muchísimas veces. En ocasiones tengo tantas ganas de pegarle, sólo con escucharla hablar, que tengo que irme de su casa. Procuro no verla mucho.
Tengo clara una cosa: jamás voy a tener hijos. No porque no me gusten los niños, al contrario, me encantan y se me dan muy bien, mucho mejor que los adultos. Pero no quiero hacerle a otra persona lo que me han hecho a mí. No estoy ni estaré nunca estable, y sé que a la larga eso podría repercutir en mi hijo, como repercutió en mí que mi madre no lo estuviera. Del mismo modo, ella se lamenta de la relación que tuvo con su madre, considerándola un monstruo. Ella ha focalizado mucho en mí esta relación, y he pagado todos los platos rotos.
Creo que mi decisión no es mía. Creo que cuando uno decide tener hijos debería tener en cuenta que está trayendo al mundo a otra persona, capaz de sufrir y de tener una vida miserable. Creo que si asumimos eso, al menos debemos intentar que no ocurra, y por supuesto hacer lo imposible por no provocarlo nosotros. Creo que todo aquel que no se sienta capaz de esto no debería tener hijos. Yo desearía que no me hubieran tenido. No para esto.
Me llamo Verónica. Tengo veintiséis años. He sido maltratada toda mi vida. Algún día me suicidaré. Nadie que me conozca desde niña me tomaría en serio si dijera todo esto.
Nadie que me conozca desde niña debería haber tenido la oportunidad de hacerlo".